9 may 2009

Carta al desamor: La tristeza del adiós...



Mi oficio me concede el placer de tratar con muchas madres. Generalmente con aquellas que intento profundizar más, simplemente por cumplir con mi deber de tutor, es con las mamás de mis alumnos del momento. A veces estas relaciones concluyen con el paso de los niños en otros cursos superiores, habiendo conseguido unos lazos que en el futuro nos invitarán simplemente a saludarnos con mayor o menor cordialidad, y a veces la complicidad educacional edifica un aprecio que casi nunca, con el paso del tiempo y la separación de nuestros caminos, se puede consolidar en una amistad.
El otro día me encontré en la calle a la madre de una ex alumna. Hacía tiempo que no la veía y los dos pagamos la alegría por el reencuentro con un rato de charla. Enseguida intuí que en sus respuestas se mostraba muy insegura y no pude evitar preguntarle cómo iba todo. Tardó unos instantes en contestar. Necesitaba preparar su rostro, su expresión, su tono de voz... Trató de mostrarse contenta y, después de anunciarme con fingida entereza que todo iba muy bien, me comunicó que hacía año y medio que se había separado de su marido. Ella se había quedado con las niñas. Tenía dos hijas. Su padre había rehecho su vida con otra mujer pero seguía cumpliendo con sus obligaciones y, aparte de pasarle la pensión convenida, había asumido las visitas que por derecho le concernían. La familia de ella la había ayudado mucho y, cuando sus pequeñas marchaban con su papá, ella salía mucho con las amigas y... lo único que le preocupaba, decía, eran sus hijas. Ella creía que estaban muy tocadas por la separación y no sabía si lo podrían superar.
Lo intentó. Procuró explicarme que para ella ya todo estaba casi superado... Pero no lo consiguió... Con el temblor de su voz, con la inquietud de sus manos y con la tristeza de sus ojos me iba negando aquello que con sus palabras quería demostrar. Parecía una niña asustada que, en su primer día de clase, todo lo encuentra demasiado grande para su inseguro andar. Parecía un lindo pajarillo temeroso de iniciar el vuelo en un mundo que intuye lleno de rapaces aves dispuestas a comérselo. Parecía...
Sé que no es muy normal lo que voy a hacer pero no dudo de que vas a disculpar mi osadía. En este, mi diario, he dado ya tantas vueltas que tampoco te va a parecer demasiado raro que abandone durante unas cuantas líneas nuestro diálogo para escribir unas letras a esa mujer, a esa melancólica dama que perdió su rumbo, que atascó su vida en la encrucijada de una separación... ¿Verdad que no?

Querida amiga:
Alguien muy sabio escribió una vez algo así: “No llores porque has perdido el sol, pues las lágrimas no te dejarán ver las estrellas...”. Suele pasar que algunas veces, ante lo que percibimos como grandes pérdidas, pretendemos callar el que debería ser un desesperado llanto con fingidas actitudes, aparentemente orgullosas, que pretenden convencer al mundo de nuestra entereza. Firmes quieren ser nuestras palabras, alegre se quiere mostrar nuestra sonrisa y con un posado enmascarado de equilibrado trajinar actuamos como si nada hubiera pasado, como si aquello que vino a rompernos la feliz existencia estuviera ya superado. Mas con nuestra prisa por volver a edificar un resistente porvenir cometemos un craso error. Cuando un terremoto derrumba una construcción no se puede cimentar una nueva fortaleza sin antes limpiar bien las ruinas que quedaron. Si negamos esta lógica norma solo podremos optar por proyectar una frágil e inestable casita de papel. Así, si tu sol se perdió en uno de aquellos injustos chascos que el destino nos fuerza a aceptar, negar el llanto por lo extraviado puede no ser lo más aconsejable. Porque si tapamos nuestra rabia con el manto de la simulada indiferencia quizás conseguiremos protegernos de una temporal y terrible ansiedad, pero a la vez estaremos atascando nuestro camino hacia nuevos horizontes y ocultando aquellas estrellas que deseamos ver. Las lágrimas, cuando las dejamos caer libremente, no son malas. Con ellas enjuagamos las penas y con ellas abrimos la puerta para que nuestras angustias marchen, para que nuestra ira salga y luche por calmarse.
Cuando una relación esencial se quiebra nuestra tendencia natural nos empuja a sentirnos víctimas. Lo más fácil suele ser traspasar las culpabilidades hacia el otro lado y en el desconcierto por lo ocurrido presentar al mundo aquella sensibilidad herida que tanto nos duele. Gente habrá en nuestro entorno más querido y próximo que nos ayude a montar nuestra martirizada parada: “Pobrecita, ¿qué te han hecho?”, “tú no te merecías eso”, “¡qué hijo de puta!”, etc. Ya de pequeños aprendimos que la culpa es algo muy difícil de asimilar: “Yo no he sido”, “él me ha dicho que lo haga...”. Y es que hay una propensión clara, no sé decirte si natural o social, a entender que la responsabilidad ante un desliz es algo así como una pelota que debemos lanzar rápido a quien más cerca tengamos. Y no es así, ¿no crees? Las responsabilidades, si continuamos con analogías lúdicas, vendrían dispuestas en un saco lleno de bolitas. Cada uno de los jugadores dispondríamos de un cartón en el cual los números vendrían definidos por nuestros actos, por nuestro proceder y por nuestras actitudes. La partida terminaría con el reparto de todas la bolitas según su nomenclatura y entonces podríamos saber, aunque solo fuera relativamente, quien se lleva más culpas. Y digo “relativamente” porque, sin ninguna duda, en más de una ocasión seguro que los contrincantes procurarían, de forma consciente o inconsciente, negar la adjudicación de alguna borrosa marca. Sea como fuere, es indudable que en la mayoría de conflictos siempre hay uno que se lleva la mayor parte de la culpa. Pero con la misma certidumbre debemos aceptar que sería muy extraño, por no decir imposible, que la otra parte no se merezca ninguna bola y se quede libre de todo adeudo...
No, no podemos superar un problema si antes no hacemos un profundo análisis de todo aquello que lo ha motivado y valoramos y aceptamos nuestra participación en las causas del litigio. No debemos rechazar este acto de constricción. Si nos negamos a echar ese lastre e insistimos en ganar nuestra inocencia apostados en el victimismo seguiremos anclados en un puerto donde las depresiones nunca zarpan.
Aunque no siempre sea justo, aunque en la percepción de algunas profundas contusiones nos cueste asimilarlo, al final uno debe llegar a la conclusión de que pocas veces, muy pocas, podemos sentirnos víctimas de la vida. Si consideramos que en el desarrollo de la mayoría de las circunstancias que nos toca disfrutar o sufrir somos en parte partícipes todo nos será más fácil. Somos cómplices de nuestra vida y a sabiendas de nuestra complicidad debemos sentirnos obligados a resurgir cada vez, a renovar las fuerzas para poder pilotar con mayor ímpetu la nave que guía nuestro sino. Por y para nosotros y para todos aquellos seres que nos aman y nos necesitan hemos de levantarnos y recuperar la banderola del equilibrio para poder gritar al mundo, con orgulloso convencimiento y esperanzado nervio, que estamos aquí. No tiene porque ser fácil. Mil razones pretenderán impedírnoslo, pero si intentamos valorarlas nos daremos cuenta que en sus fundamentos se solivianta el rencor y en sus argumentos se cobija el miedo. Y no debemos escucharlas. Debemos dejarnos llevar por el corazón, aunque esté resentido y no quiera ofrecerse más, porque sólo si lo obligamos de nuevo a ejercitarse iremos recuperando, en un plazo más o menos corto o largo, aquella pureza que nos trae la ilusión.
Sí, ya sé que no es fácil. Por mucho que lo pretenda mis palabras nunca podrán regalarte aquellos milagros que por sí solos solucionarían todos tus conflictos. Mis consejos solo pueden mostrarte caminos que puedes encarar o no. Decía un ilustre poeta: “Al andar se hace camino”, nadie podrá decidir por ti que senda te llevará allá donde tus más preciados deseos serán satisfechos y, desde luego, nadie podrá caminar por ti. Debes procurar, al menos durante un tiempo, no “echar la vista atrás”. Debes también decidir hacia donde vas a dirigir tu vida y empezar a andar en esa dirección. A veces nos viene bien reposar nuestras penas en alguna tranquila posada, pero debemos ser conscientes de que no podremos alejar la tristeza hasta que reiniciemos el viaje hacia la felicidad.
Puedes pensar que yo no soy nadie para aconsejarte. Y nadie soy. Nada me otorga ese derecho y en nadie me convierte mi delicada situación actual. Mis reflexiones no merecen más importancia que la que tú quieras darles. Si decides no prestarles ninguna atención, entonces seguiré siendo aquel nadie que para ti nunca existió. Si de algo te sirven, en cambio, podré decir que con mis letras emigré de la nada y pude ser, para ti, ese alguien que, aunque fuera en poco, en algo te ayudó.
Poco me queda por decirte, mas con mucho quisiera aún agradecer tu atención. Toma mi carta como un canto más, una modesta balada a una amiga que me pareció desanimada, un himno que intenta contarte aquello que todos intuimos pero que demasiadas veces parecemos no querer saber: la felicidad siempre está allí, esperándonos, tan solo debemos procurar acercarnos.

Un beso


1 comentario:

  1. Hoy vi el blog, y me fascino el cuento, de fiorella y amarello. Te felicito, me gustaria leer mas cuentos, gracias por existir.

    ResponderEliminar