17 ago 2010

Una novela, un diario, una oda al amor platónico

REPOSICIÓN



Una novela, un diario, una oda al amor platónico: introducción
(del libro "A la luna, a ti, mi cielo, y a mis queridas estrellas")


1. A la luna, a ti, mi cielo y a mis amadas estrellas.
Junio del año 2003...
Un humilde obsequio...
Con un suspiro Gerard quiso cerrar el grifo de sus pensamientos, deseando a la vez que el caudal de sentimientos que había depositado en éste, su libro, reposara su flujo en un traspaso de historias, en un renacer de nuevos mundos donde poder dirigir nuevos sueños. Iba, por fin, a dar por acabados sus escritos y en la conclusión quería hallar un merecido descanso para su inquieto corazón. Aquella apasionante ilusión que con sus letras quiso enmarcar llevaba durando ya dos años y, aunque no podía predecir cuando sucumbiría ante la impotencia o ante la explosión de un nuevo amor, pensaba que merecía los honores de una obligada deportación hacia el excelso lecho donde nuestros más preciados recuerdos se sosiegan.
Demasiado tiempo pasó para un amor que nunca mereció un beso, que nunca pudo emocionarse con un te amo que en su sentido expresar llega a ser escuchado. En el laberinto de las sensaciones tan solo intuidas se perdieron las caricias y en la tierra sin nombre donde solo se escuchan los murmullos de las almas retumbaron un sinfín de radiantes declaraciones. En un piropear precioso de la identidad de una mujer y en una descripción idílica de la vivencia de un amor imposible aquel hombre quiso retratar para él mismo, para ella y, ¿por qué no?, para cualquier ser que con la lectura quisiera mimar su sensibilidad, una increíble experiencia que en el lindar de lo imposible halló durante muchísimos instantes la perfecta felicidad.
Gerard se sentía obligado moralmente a dedicar sus memorias a la mujer que inspiró su redacción: queriendo o sin querer Dora se había erigido en una fantástica musa y merecía ser premiada con el más sentido agradecimiento. Solo ella sabía si la pureza de su amistad y la limpieza de sus intenciones en su exquisito trato la hacían merecedora de ser laureada. Pero eso no preocupaba demasiado a Gerard, ya que él seguiría creyendo, aunque le jurasen una y mil veces que estaba errado, que cualquier pensamiento mal intencionado que se ocultara detrás de la ternura de un gesto, de la dulzura de una mirada o de la fuerza de un halago debería ser siempre perdonado.
Dora sería, así, sin posible remedio ni aceptable rechazo, la principal destinataria de las románticas odas que este manuscrito iba a presentar al mundo. Pero la profundidad de muchas reflexiones que en él presentaba, la volátil presencia de su protagonista y la universalidad que suelen adoptar los cantos al amor daban a Gerard una oportunidad que pensaba no podía rechazar: debía ampliar su dedicatoria a todas las mujeres, sin exclusión. Gerard iba a hacer algo poco común para quien escribe un libro, iba a recomendar de forma preferente la lectura de sus pasajes por el edén donde los enamorados esconden sus confesiones a cualquier mujer que en su paso por la vida presintiera no haber encontrado aun el amor auténtico, aquel amor que en sus ilusionados anhelos adolescentes descubrió en un cuento o en un dormir despierta y que con los años abandonó o presintió que debería abandonar en el baúl de las frustraciones como algo utópico y novelesco...
Para ti será niña moza, para ti se escribió, chica mujer, y a ti deberá emocionarte, dama de corazón solitario. Para ti nació, esposa amada o malquerida, para ti creció, madre estimada, y a ti deberá rejuvenecer, abuela melancólica. Para todas vosotras se proyectó ese paseo por la nubes donde los ángeles cantan vuestros nombres y todas vosotras estáis invitadas a viajar en la primera clase de las elegidas para ser adoradas y a sentiros protagonistas de este romántico cántico a unos encantos que podrían haber sido los vuestros. Porque en ti, en cada una de vosotras, se halla ese deseo de ser perfectamente amada y todas, aunque muy a menudo intentéis amagarlo en vanas inseguridades o disfrazarlo con ingenuas desconfianzas o estúpidos egoísmos, sois poseedoras de ese mágico don que puede convidar a un hombre a despertar sus sentimientos más nobles y puros. Y ahora estáis a punto de descubrir que ese don no surge solo de vuestro agraciado físico ni habla únicamente con vuestra melódica voz, ese don no se puede comprar con ropas caras ni trampear con operaciones estéticas, porque ese don solo aparece en la pureza de vuestro corazón, en un mostraros como realmente sois, y construye su imperio en el valle donde las miradas cómplices y transparentes realzan su admiración e invitan a la confianza, donde las sonrisas dulces y abiertas acarician el ego del ser amado, donde las palabras y los hechos miman la fuerza del querer, donde los besos y los abrazos convidan a las pasiones para ridiculizar su fuerza al mostrarles el verdadero poderío del amor, el que otorga la entrega de almas y el que surge de la comunión de deseos y proyectos, de la unión de dos corazones para convertirse en uno solo.
Y al escribir esta dedicatoria Gerard se sintió bien. Porque él había sido siempre un hombre muy observador de la naturaleza humana y en sus observaciones había dedicado largos tiempos a intentar entender algo que admiraba profundamente pero que demasiadas veces huía de su comprensión: la esencia femenina. Gerard había siempre intuido en todas las mujeres un potencial enorme para la felicidad y a la vez un contradictorio proceder que parecía muy a menudo programado para rechazarla. Muchas veces, valorando la innata tendencia del sexo contrario a conquistar con el físico lo que el espíritu anhela, Gerard pensó que en el ejército femenino la belleza creaba unos rangos que en verdad no deberían existir. Otras veces, analizando la facilidad que muchas mujeres tenían para quejarse sistemáticamente de aquello que habían conseguido, Gerard valoraba como absurda y poco inteligente una actitud que, en vez de luchar por mejorar lo propio, se limitaba a criticarlo, no entendiendo que quien hunde en el pozo de los desprecios sus posesiones acaba ahogándose con su propia condena. Si con la lectura de sus escritos alguna mujer iba a reflexionar sobre su vida en general y sobre su historia sentimental, en particular, él no podía saberlo, pero estaba convencido que en sus pensamientos había material suficiente para motivar este propósito.

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