Narrativa. El hombre y la mujer... ¿Adán y Eva?
Fragmento del libro "A la luna, a ti, mi cielo, y a mis queridas estrellas"
Supongamos por un momento que creamos aquello de que Dios creó primero al hombre y luego se dio cuenta de que le faltaba un complemento... y creó a la mujer. Debemos suponer mucho, porque conociendo la teoría de la evolución, llegado el caso de que el Supremo hubiera decidido iniciar la raza humana así, de repente, entonces deberíamos aceptar que primero creó al mono y luego a la su mona. Claro que nuestra teoría se complicaría mucho si nos decidiéramos a aplicar la lógica derivación de equivalencias: y creó al tigre y luego a la tigresa, y fabricó al puerco y luego a la puerca, e introdujo a la hormiga macho y luego a la hembra, y un larguísimo etcétera que si nunca intentamos desarrollar en público desatará, seguro, la más espléndida risa colectiva.
La cuestión parece en verdad absurda tan solo con plantearla, pero se convierte en una patochada si valoramos aquello que han acostumbrado a representar la mujer y el hombre en nuestra larga historia. Claro que siempre podemos argumentar que el hombre llegó primero porque la mujer se estaba peinando, pero ni con esas nadie con un poco de sentido común nos va a creer. Lo único que a mí siempre me quedó claro es que la Biblia fue un gran libro de aventuras escrito por, ¿quién?, por un hombre, claro.
Pero no deja de ser una pena porque a mí me encantan las leyendas y suelo buscar con entusiasmo aquella creíble magia que rodea a todas las narraciones que nos invitan a recrear nuestra fantasía. Y resulta que con eso de las creaciones me cuesta resignarme... ¿Y si empezáramos de nuevo? Podríamos darle un enfoque más actual y a lo mejor resultaba más creíble...
La cuestión parece en verdad absurda tan solo con plantearla, pero se convierte en una patochada si valoramos aquello que han acostumbrado a representar la mujer y el hombre en nuestra larga historia. Claro que siempre podemos argumentar que el hombre llegó primero porque la mujer se estaba peinando, pero ni con esas nadie con un poco de sentido común nos va a creer. Lo único que a mí siempre me quedó claro es que la Biblia fue un gran libro de aventuras escrito por, ¿quién?, por un hombre, claro.
Pero no deja de ser una pena porque a mí me encantan las leyendas y suelo buscar con entusiasmo aquella creíble magia que rodea a todas las narraciones que nos invitan a recrear nuestra fantasía. Y resulta que con eso de las creaciones me cuesta resignarme... ¿Y si empezáramos de nuevo? Podríamos darle un enfoque más actual y a lo mejor resultaba más creíble...
Y Dios creó la Tierra. Sin descanso, durante seis días y seis noches, fabricó una a una infinitas maravillas hasta que su gran obra de arte comenzó a parecerle perfecta. Y al séptimo día descansó. Se instaló en su chalet de la sierra y, tumbado en una hamaca al pie de dos frondosos árboles, se entretuvo contemplando su asombrosa creación.
Fue al caer la noche. Tanta tranquilidad lo estaba ya agobiando y tanta ociosa desocupación le había abierto el apetito... Sentía unas exasperantes ganas de crear algo más y no podía reprimirse... Y entonces creó a la mujer... La fabricó, cómo no, tan bella como todo y tan tierna y dulce como nada. La llenó de amor para que pudiera adorarlo y procuró capacitarla para que se sintiera empujada a ser servicial en todo. Debía cuidarlo bien y, sobre todo, debía saber entretenerlo. Le otorgó, así, una sobrenatural facilidad de palabra y se dispuso a disfrutarla.
Y pasaron los días... El gran Dios estaba en su nuevo hogar como dios. Comía, bebía, intentaba descansar y no cesaba casi ni un momento de dialogar. Bueno, lo que es dialogar... digamos mejor que no paraba de escuchar. Sí, estaba como dios, pero su espíritu aventurero seguía hirviendo en su sangre y no tardó en inducirlo a buscar nuevas metas, nuevos horizontes. Y un día decidió partir. Iba a crear nuevos mundos, algún que otro monstruoso alienígena y, por supuesto, algún refugio, algún agujero negro donde esconderse, donde reposar de las numerosas exigencias que preveía que sus creaciones a la larga le iban a demandar. Y partió. En sus manos llevaba una bolsita con un picnic y nada más. “No seas malo… ¿me traerás un regalo?”, le dijo ella, Dios insistió en que ya le compraría algo... Y marchó. Marchó y la dejó llorando. Sola y descompuesta ella, su última composición, lo despidió ante la puerta que asoma al cielo.
Pasaron casi seis meses y Dios, encontrándose por casualidad en aquella galaxia donde aparcó el globo terráqueo, decidió hacer una corta visita a su antigua compañera de charla. Lo primero que escuchó al llegar fue un escueto y enojado: “¿De dónde vienes?” Él contesto lo primero que le pasó por la cabeza: “De por ahí, de dar una vuelta...”. Luego la dejó hablar... Ella le contó todo lo que había podido hacer en su ausencia, que era más o menos lo mismo repetido un montón de veces, y después se explayó en vaciar sus sentimientos y en culparlo por sus deprimentes emociones... La soledad la había cambiado: al no sentirse admirada había ido descuidando su aspecto y al no sentirse ni querida ni necesitada su expresión se había endurecido exageradamente. Tal como la veía ahora a Dios, le pareció encontrar una similitud extraordinaria con uno de los primeros bichos que se inventó... ¿Cómo lo había llamado? Sí, aquel que dejó en plena selva... Da igual... ¿orangu...? Su nombre empezaba con algo parecido...
Aquella noche, mientras la mujer dormía, tumbada boca abajo, Dios estuvo meditando qué podía hacer para ayudarla. Tenía muy claro que él no pensaba quedarse mucho tiempo y necesitaba una excusa, un detalle que le facilitara un nuevo viaje sin acusadoras despedidas. Pasadas las cinco de la mañana lo vio claro: aquella mujer no podía continuar sola... Necesitaba un compañero. Pero, ¿cómo lo iba a hacer? Había dejado su caja de herramientas a unos extraterrestres pesados, para que pudieran arreglar su ovni, y allí guardaba la mágica arcilla que había usado para componer aquella fémina... ¿Y si...? Ella estaba durmiendo y casi no lo notaría...
Y entonces sí. Fue entonces cuando Dios creó al hombre... Cogiendo un músculo del trasero de la Venus dormida se esmeró en proyectar un apuesto macho, un hermoso Adonis que seguro sabría conquistar a aquella hembra para hacerla su pareja. Quizás no sería tan inteligente, quizás no sería tan sensible y delicado, pero era fuerte y vigoroso, y a Dios le pareció también muy hermoso.
Cuando hubo terminado, Dios decidió dar un paseo. No estaba nada cansado pero había decidido marchar al día siguiente y quería sobrevolar un par de veces aquel precioso planeta que tan bien sabía regar su vanidad. La mujer y el hombre estaban durmiendo y decidió que ya se despediría de ellos por la mañana.
A su regreso estaban ya despiertos. De pie el uno delante de la otra no hacían otra cosa que mirarse. Al ver a Dios, la mujer le obsequió con una dulce y a la vez cómplice sonrisa. Enseguida había entendido que aquel iba a ser su regalo y, aunque aún no sabía qué resultado iba a dar, entendía que de entrada debía sentirse agradecida. El hombre se giró también y comenzó a observar al Todo Poderoso con una celosa mirada que debería poner nervioso a cualquiera. Y entonces Dios supo que debía decir algo, lo que fuera... Tenía que poner unos cuantos deberes si quería que aquel par de embobados lo dejaran partir en paz...Y Dios habló: “Ahora ya no estaréis solos. Vais a ser pareja y como pareja deberéis amaros, ayudaros y respetaros siempre. La tierra os dará de comer y de beber, deberéis ser agradecidos con ella. Nada que os pueda satisfacer os va a estar prohibido. Tan solo una cosa os voy a negar: no comáis nunca el fruto del cocotero pues en su jugo se amagan emociones dañinas que podrían estropear vuestro futuro... Haced lo que os he dicho y seréis siempre felices... ¿Vale? Pues hasta luego...”.
Y Dios volvió a partir. Partió tranquilo hacia una larga travesía por el universo de la que nadie puede asegurar que haya vuelto aún. Y allí en la Tierra dejó unas cuantas de sus producciones, entre las cuales se encontraban aquella parejita feliz de recién creados. Y me siento obligado a escribir “feliz” porque me han asegurado que sus inicios fueron esperanzadores. Como dos tortolitos iban a todas partes juntos. Cogiditos de la mano paseaban su romance y solían pararse para mirarse a los ojos largamente. Ella le hablaba con gran dulzura y él a veces respondía. Ella se sentía en general muy admirada, aunque a menudo se preguntaba por qué gran parte de la admiración que en el hombre incitaba tenía que concentrarse en los más cercanos alrededores de sus nalgas. Claro que cuando, después de muchas persecuciones y tras rendirse repetidas veces en el juego del “toca toca”, descubrieron los dos, un poco por casualidad y un mucho por la excitación lógica que el ejercicio suponía, el apasionante cosmos que el sexo podía ofrecer decidió que era mejor no quejarse demasiado. Todo era maravilloso y en sus esperanzas daban por cierto que todo iba a seguir siendo igual. A veces se sentaban debajo del cocotero que se erigía cerca de su casa y jugaban a acariciarse y a hablarse casi en silencio. Solía él, en esas ocasiones, interesarse por aquello que podría pasar si probaban el fruto prohibido que colgaba encima de sus cabezas, pero ella no tardaba en frenar su curiosidad. Decía, con cierta razón, que ya le costaba sus esfuerzos no comerse su propio coco como para que le preocupase probar el que el árbol le ofrecía.
El tiempo fue pasando y con su transcurrir quiso la magia de la vida que fueran llegando los hijos. La mujer, que ya era madre por partida triple, estaba cada día más obcecada en controlar todo lo que el cuidado del hogar y de la familia comportaba. El hombre quiso parecer desde el primer momento más patoso, más inútil, para estas tareas y aprendió a disimular su poca predisposición con la relevante importancia que sus idas y venidas a cazar suponían. De vez en cuando pretendía quedar bien con su vaga conciencia y comunicaba a toda la familia que los iba a llevar a todos a comer fuera. Pero era ese un burdo pretender, pues acababan todos comiendo en el suelo de un prado cercano al hogar la comida que la madre había preparado.
Y así estaban las cosas. Él y ella, abrumados por el corrosivo estrés que aquella desenfrenada vida conllevaba, se iban distanciando poco a poco. Las discusiones eran cada vez más frecuentes y más estúpidas:
–Y es que nunca me has mirado como miras a la vecina...
–Pero, ¿qué vecina?... Te juro que no sé de qué me hablas...
También las excusas para evitarse empezaban a ser descaradamente absurdas:
–Ay, no, cariño, hoy déjame dormir que mañana debo madrugar para ir a jugar al golf...
–¿Al golf? ¿Y eso qué es? ¡Al golfo, vas a jugar, que eso es lo que eres!
Y al final sucedió. No se puede decir que estaba anunciado pues aún nadie había creado una empresa publicitaria, pero si podemos creer que pasó lo que tenía que pasar... Ella estaba intentando desenredarse el pelo cuando él le comunicó, con un tono de voz travieso y al mismo tiempo provocativo, que tenía prisa, que iba a pasar la tarde del domingo fuera porque había quedado con los amigos... “Pero, ¿qué amigos tienes tú? ¿Será que ha vuelto Dios y te los ha fabricado con la yema de tus huevos?”, contestó ella indignada. Pero él había aprendido ya a pasar de lo que su mujer le dijera y con un: “Ya sabes, mis amigos...”, cerró la conversación y se largó.
Aquel día el hombre salió a pasear muy enfadado y quiso el destino que fuera a reposar su ira justo al pie del cocotero. Y allí permaneció un buen rato, haciendo ver que contemplaba el paisaje mientras en su interior iba renegando por todo lo mal que aquella desvergonzada dama lo trataba. Luego empezó a sentirse hambriento. Pero su orgullo le impedía volver a casa para pedir la cena. Y entonces lo vio. Justo a su lado se hallaba. Se había caído del árbol y, mira por donde, allí estaba posadito, lindo y peludito, diciendo: “Cómeme, cómeme”. ¿Acaso podía hacerle un desprecio a tan cordial ofrecimiento?
Y así fue. Pensado y hecho. El hombre cogió el coco, lo partió, bebió su agua y se lo comió enterito... Estaba riquísimo y mientras lo saboreaba no pensaba en otra cosa que en disfrutarlo. Sin embargo, una vez terminado, con la digestión empezaron los remordimientos. El temor, el rencor y la desconfianza se apoderaron entonces del tramposo hombre y parece ser que aún no lo han abandonado...
Lo del fruto prohibido no fue más que un fútil pretexto de Dios para mantener el interés del hombre y la mujer por ser felices. Lo que perjudicó al hombre y nos sigue maltratando a sus descendientes no fue el hecho de comer, sino la rendición en la lucha interior por buscar el equilibrio entre los limpios anhelos y los necios caprichos. En eso seguimos siendo bobos, muy bobos, y aún hay quienes, en la pretensión de educar a sus hijos, los asustan con la amenaza de que vendrá “el coco”. Bobos, mentecatos, necios, estúpidos y majaderos seguimos siendo los que nunca asimilaremos que la verdadera sustancia vedada se genera en nuestro corazón y se exhibe en nuestra alma.
Miquel Beltran i Carreté
No hay comentarios:
Publicar un comentario